lunes, 26 de noviembre de 2012

A quien le interese

César Cuellar


              Aquí todo va de mal en peor. Nunca pensé que por este trabajo, la vaina se pusiera tan jodida, pero tampoco es que  tenga otra opción. Ya lo decía la canción: “La vida te da sorpresas”. Pero cuando decía estas palabras, ¿cómo carajos iba yo a saber que me hablaba a mí? ¡Ja!, la vida te da sorpresas. Si hubiera sabido que iba a terminar así, viviendo como vivo, jamás me hubiera ido de casa ¿Pero qué más podía hacer? No le iba a poner más  pereque a mi madre; ella ya no estaba  para ese tipo de cosas.
            La culpa es de Carlos. “Caras vemos, pero corazones no sabemos”, dice el dicho popular. Esos dichos son más complejos de lo que se cree: sólo se entienden cuando ya se hizo la cagada. Pero  la culpa no es mía, es de Carlos; si hubiera sabido que me haría lo que me hizo para luego dejarme botada, jamás me hubiera metido con él. Siempre es la fachada lo que nos hace caer.  Pero no voy a lamentarme; yo ya he llorado muchas veces  por eso. “Yo era inocente” me decía, pero ya me di cuenta de que eso de la inocencia no existe: la inocencia siempre es la culpable.
            El presente es el amigo más desleal que he tenido. Siempre se me mostró tan bueno, tan sonriente, pero un día se va, te abandona,  y no quiere que uno vuelva a saber de él, ni él de uno;  incluso se cambia el nombre: empieza a hacerse llamar pasado. Él me abandonó incluso antes que Carlos. No entiendo qué pasó, yo me parecía tanto a mis amigas. Nos vestíamos parecido, nos peinábamos parecido, hablábamos parecido, y hasta teníamos sueños parecidos. Pero los sueños son una novia muy celosa, de esas que si uno quiere casarse con ellas, tiene que cuidarlas. Casarse… La vida te da sorpresas.
            Yo sufrí mucho, tanto que no cabe en este papel. Me da risa ver cómo las palabras no te sirven para mucho. Si  lo sólido lo desvanece el tiempo, cómo serán las palabras que hasta el más comemierda las puede decir. “Words ain’t what they are meant to be” decía siempre un gringo cliente mío. Yo juraba que a ellos no se les entendía nada, pero qué va, con lo poco que aprendí me bandeo. Me encantaba que me hablara en inglés; sentía que no vivía mi vida; sentía que era un personaje de esas películas de Hollywood.  La única razón, capaz de acabar con todo mi sufrimiento, es Juan. El me mostró lo equivocada que estaba: la felicidad no estaba  por allá, en una parte lejana del universo; yo la encontré en sus ojos. Ojalá un día le pueda dar a ese chino felicidad. Ojalá que tenga una familia, un trabajo, una casa. Por lo menos, que sus amigos nunca se enteren de lo que hace su mamá.
            Esa es otra vaina, la gente viene todos los días a verme y ni el que más se arrima sabe  quién soy yo. Ni siquiera me llaman por mi propio nombre. Lo peor no es eso, lo peor es que tengo que mostrar que a mí no me molesta. La vida es inventarse un personaje y tratar de imitarlo cada día. De eso me di cuenta hace mucho tiempo. Pero pareciera que mi vida no es así, mi personaje me buscó a mí. Soy más en este papel que en mi vida cotidiana. Él, sin preguntármelo, sabe mejor que nadie lo que soy. Entonces, sólo seré alguien si un día llega a existir algún lector de este papel.  Lo más probable es que nunca llegue a ser nadie, pero no importa: sólo quiero que el Señor, que todo lo sabe y bien me conoce, me acoja en su casa, y nunca volver a ser una carga para Juan.

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